in Boletín de Filología
Mario Pedrazuela Fuentes. El orden de las palabras en español. Orígenes de la filología moderna en España
El libro que ahora procedemos a reseñar constituye una aportación científica de gran interés en el ámbito de los estudios filológicos. Su autor, Mario Pedrazuela Fuentes, asume en él el reto de ubicar los orígenes de la filología moderna dentro del contexto histórico y cultural en el que se produce. La obra, en su estructura, además de una introducción (pp. 9-13), consta de 7 capítulos (pp. 15-229), seguidos de un apartado dedicado a la bibliografía (pp. 231-244), otro a la legislación (pp. 245-248), y, a modo de cierre, un índice onomástico (pp. 249-254).
En la “Introducción” (pp. 9-13), el profesor Mario Pedrazuela, tras destacar el hecho de que los avances que habían estado produciéndose en la investigación lingüística de las naciones más adelantadas de Europa, especialmente en Inglaterra, Francia y Alemania, en nuestro país se incorporan tardíamente, puntualiza que el análisis de las lenguas particulares puso al servicio de los hablantes las herramientas necesarias “para crear discursos nuevos, para innovar con ellos” (p. 12) y, consecuentemente, despertar entre los hablantes la creatividad literaria.
El capítulo I, titulado “El nacimiento de una ciencia” (pp. 15-32), proporciona detalles de interés acerca del de la ciencia moderna, fenómeno que a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX surge paralelo al de la configuración de los estados burgueses. El asentamiento de la lingüística histórico-comparativa, disciplina erigida en nueva ciencia “con una explícita autodeterminación ‘científica’ y no filosófica” (Zollna y Eilers 2012: 341), se produce en España en la década de los años sesenta del siglo XIX, principalmente a partir de la lectura de los discursos de ingreso y contestación en la Real Academia Española, y los informes de varios de sus miembros (Mourelle de Lema 2002: 164-183). La implantación de los nuevos enfoques metodológicos supuso un cambio en la manera de aprender la lengua y la literatura, al apostarse por el conocimiento de los sistemas lingüísticos propios ―no de los que se hallaban en desuso― y suministrar al alumno los elementos necesarios para configurar su propio discurso sin tener quememorizar reglas o preceptos.
En el capítulo 2, dedicado a los “Primeros pasos de la filología moderna en España” (pp. 33-57), se da cuenta de cómo a mediados del siglo XIX la Real Academia Española fue testigo de excepción de diversas polémicas y debates en torno a la nueva ciencia. La institución contaba con miembros muy familiarizados con la gramática general, la filología y la lingüística, y fue un claro ejemplo de armonización en torno a un mismo proyecto de individuos que profesaban tendencias filológicas e ideologías políticas y religiosas encontradas. El latinista Pedro Felipe Monlau, que sostuvo una encarnizada disputa con el semitista Severo Catalina (Hernando GarcíaCervigón 2020), pone de relieve la escasa solidez en los estudios filológicos desarrollados en nuestro país, entre otros motivos, por la postergación en el desarrollo de la filología comparada:
Pero el siglo pasado hizo moda y gala de mirar con desden las edades feudales, y mas atento á perfeccionar la metafísica del lenguaje, que á cultivar el estudio histórico del desenvolvimiento sucesivo de los idiomas, de sus relaciones y de sus diferencias, no promovió el menor adelantamiento de la filología comparada. Por dicha el presente siglo ha acudido á remediar el descuido del XVIII (1859: 17-18).
Bajo el título de “La influencia de las teorías darwinistas en la lingüística” (pp. 59-75), en el capítulo 3 se aclara que, en el caso español, estas teorías no tuvieron demasiado éxito debido, entre otras causas, a la escasa institucionalización de los estudios lingüísticos en los niveles superiores de la enseñanza y a cierta obstinación por parte de escolásticos y krausistas ―las teorías idealistas defendidas por estos últimos fueron puestas en entredicho, pues se creyó en la necesidad de soluciones realistas para organizar adecuadamente la sociedad posrevolucionaria―, empeñados en exponer su concepción de la lengua como fenómeno espiritual, en vez de como organismo natural. El positivismo fue aceptado por los krausistas tras el Sexenio Democrático, momento en el que se impone el método experimental en las ciencias y cala en nuestros intelectuales el movimiento de renovación educativa que propugna la Institución Libre de Enseñanza. Los defensores de posturas de corte catolicista se basaron en las teorías de Friedrich Max-Müller, que contó, entre otros seguidores, con Antonio María Fabié, académico numerario de la Real Academia de la Historia y la Real Academia Española, contrario al transformismo de raigambre darwinista, que combate el positivismo en su Exámen del materialismo moderno (1875), y en la sesión académica del 15 de abril de 1896 propuso que la nueva edición de la GRAE había de estar en consonancia con “los adelantos de la moderna filología” (RAE, Actas, lib. 35, 123r.).
En el capítulo 4, “El asentamiento de las nuevas corrientes filológicas en España” (pp. 77-107), se presta atención a la labor de tres precursores en el fomento de las nuevas corrientes de pensamiento lingüístico, Manuel Milà i Fontanals, Joaquín Costa y Miguel de Unamuno, además de Ramón Menéndez Pidal. Si con Manuel Milà i Fontanals entra en la universidad española una nueva forma de concebir la filología, “basada en el espíritu científico y en la disciplina metodológica creada a partir de la objetividad y la precisión” (p. 78), la labor del polígrafo Joaquín Costa fue considerable, pues su aportación “Los dialectos de transición en general y los celtibérico-latinos en particular” (1878-1879) supuso un punto de inflexión en el panorama de la lingüística española al ser “la primera vez que se estudian de una manera científica las relaciones entre dos lenguas que se encuentran en contacto, y porque inaugura el trabajo de campo con intención dialectológica” (p. 85). Miguel de Unamuno es uno de los primeros autores que instauraron en el estudio de la lengua española la aplicación de los métodos científicos que llegaban de Europa, basados en el comparativismo, el historicismo y las teorías evolucionistas formuladas a partir de los descubrimientos de Darwin (pp. 89-90). Por su parte, Ramón Menéndez Pidal, el último de los juglares y el primero de los poetas, fue “el verdadero creador de la filología moderna en España” (p. 101), artífice de la sección de Filología del Centro de Estudios Históricos (1910), en 1901 fue elegido miembro de la Real Academia Española, en la que ingresó el 19 de octubre de 1902 con el discurso “El condenado por desconfiado, de Tirso de Molina”, al que contestó en nombre de la corporación Marcelino Menéndez Pelayo.
El capítulo 5, “La modernización de los estudios filológicos en la educación: la segunda enseñanza” (pp. 109-140), nos adentra en cómo el surgimiento de este nivel educativo se incardina en el marco del despliegue del estado liberal, impulsado con el desarrollo de las revoluciones atlánticas, con hitos como la Revolución Francesa, la configuración del Estado Napoleónico, la promulgación de la Constitución de Cádiz (1812) o el Trienio Liberal (1820-1823). La segunda enseñanza sirvió de correa de transmisión de los valores sobre los que se pretendía cimentar el estado liberal, de modo que se planteó como una propedéutica perfectamente diseñada para los estudios superiores: quienes accediesen a la universidad recibirían una formación idónea para dirigir la transformación política, económica y cultural del Estado. En este marco, la lengua y la literatura se erigen en instrumento para la construcción de un ideario propio. Para los moderados, la esencia de tales materias radicaba en el desarrollo profesional del alumno; para los progresistas, en el crecimiento personal del ciudadano a nivel individual y colectivo a través de la formación.
En el capítulo 6, “La modernización de los estudios filológicos en la educación: la universidad” (pp. 141-199), comienza abordándose la relación entre la universidad ―en nuestro país se adoptó el modelo francés, con una universidad dependiente de los poderes gubernativos y un pensamiento inmovilista―, cuya situación transcurre paralela a la de los institutos y las nuevas corrientes filológicas (pp. 141-142), para centrarse después en la importancia que supuso la creación de la Facultad completa de Filosofía, cuyas enseñanzas, previas a las de Jurisprudencia, Teología o Medicina, proporcionaban al alumno “una amplia erudición, pero no dinero” (p. 152) y lograron su asentamiento definitivo a raíz de la promulgación de la Ley de Instrucción Pública, en vigor desde el 9 de septiembre de 1857. Con ello, los estudios de lengua y literatura adquirieron una mayor importancia en el currículum. La Gramática y la Ortografía de la Real Academia Española, con gran apoyo por parte del Estado en aquel momento, son declarados textos obligatorios y únicos para la enseñanza de dichas materias en los centros de educación pública ―salvo en el caso de la Doctrina Cristiana, en las restantes materias de segunda enseñanza y de enseñanza superior, el profesor elegía un texto entre tres obras propuestas―. Además, de acuerdo con lo preceptuado en la Ley Moyano, la corporación académica compone dos adaptaciones de la Gramática, un Epítome para la primera enseñanza elemental y un Compendio para la segunda enseñanza.
El capítulo 7, “Vidas filológicas” (pp. 201-229), se centra en una serie de biografías de los que considera “pioneros de la filología moderna en España” (p. 201). Entre ellos se encuentra, en primer lugar, Alfredo Adolfo Camús, de cuya forma peculiar de enseñar la literatura, “basada en la pasión y en el acercamiento de los textos clásicos a los modernos” (p. 203), disfrutaron autores tan importantes como Marcelino Menéndez Pelayo, Leopoldo Enrique García-Alas “Clarín”, Francisco de Paula Canalejas o Benito Pérez Galdós. También ocupan un lugar destacado los académicos de número de la Real Academia Española Pedro Felipe Monlau y Roca, y Francisco de Paula Canalejas. El primero, médico y humanista, ingresa el 29 de junio de 1859 con el discurso “Del origen y formación del romance castellano” y fue el máximo exponente de la corriente que aboga por la filiación latina del castellano. El segundo, abogado y catedrático, ingresa el 28 de noviembre con el polémico discurso “Las leyes que presiden a la lenta y constante sucesión de los idiomas en la historia indo-europea”, contra el que presentó un voto particular por no atenerse a la verdad católica Aureliano Fernández-Guerra y Orbe, ponente en la comisión que había de informar de él. Mención especial merece asimismo José Amador de los Ríos, académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y de la Real Academia de la Historia, el cual fue de los primeros “en fundamentar sus investigaciones en el trabajo en bibliotecas y archivos en contacto directo con los documentos originales” (p. 213), lo que le permitió descubrir datos e informaciones de la Edad Media hasta entonces desconocidas.
A través de lo expuesto en las páginas precedentes puede comprobarse que el autor de la obra, el Dr. Mario Pedrazuela Fuentes, ha sabido ubicar con acierto el origen de la filología moderna en nuestro país, y exponer con destreza las causas históricas, socio-culturales y científicas que lo propiciaron, así como su repercusión en todos estos ámbitos, con especial atención al devenir en el terreno de los estudios lingüísticos y literarios. La claridad, coherencia, rigor científico y exhaustividad son algunas de las notas que presiden el libro. Nos hallamos ante una obra que contribuirá sin duda al desarrollo de los estudios filológicos y supondrá un referente inexcusable en este ámbito.
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Author
Alberto Hernando García-Cervigón
Universidad Rey Juan Carlos, España, España