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in Boletín de Filología
Eugenio Coseriu Competencia lingüística y criterios de corrección
Resumen:
Este libro breve y enjundioso, editado por Alfredo Matus y José Luis Samaniego, recoge el curso que dictó Eugenio Coseriu en la Pontificia Universidad Católica de Chile en 1987 sobre la relación entre el saber lingüístico y la evaluación del hablar, esto es, los juicios que normalmente hacemos con respecto a si alguien habla bien o mal. Revisado y autorizado por el propio Coseriu, el libro cuenta con un breve prólogo de Johannes Kabatek, director del Archivo Coseriu, y se organiza en cinco capítulos: (1) Confusiones e imprecisiones acerca del concepto de corrección idiomática; (2) Los planos del saber lingüístico: el lugar de lo correcto en la escala de la valoración de lo hablado; (3) Lo correcto y lo ejemplar. El problema de la ejemplaridad en Hispanoamérica; (4) Caracteres de lo correcto. Conflicto entre los juicios y su suspensión; y (5) Sentido e importancia de lo correcto y de lo ejemplar. Corrección idiomática y educación lingüística.
Este libro breve y enjundioso, editado por Alfredo Matus y José Luis Samaniego, recoge el curso que dictó Eugenio Coseriu en la Pontificia Universidad Católica de Chile en 1987 sobre la relación entre el saber lingüístico y la evaluación del hablar, esto es, los juicios que normalmente hacemos con respecto a si alguien habla bien o mal. Revisado y autorizado por el propio Coseriu, el libro cuenta con un breve prólogo de Johannes Kabatek, director del Archivo Coseriu, y se organiza en cinco capítulos: (1) Confusiones e imprecisiones acerca del concepto de corrección idiomática; (2) Los planos del saber lingüístico: el lugar de lo correcto en la escala de la valoración de lo hablado; (3) Lo correcto y lo ejemplar. El problema de la ejemplaridad en Hispanoamérica; (4) Caracteres de lo correcto. Conflicto entre los juicios y su suspensión; y (5) Sentido e importancia de lo correcto y de lo ejemplar. Corrección idiomática y educación lingüística.
Como el propio autor señala, pareciera que el problema que se aborda en el libro, el de los criterios de corrección idiomática, no es apropiado para un teórico del lenguaje. Se trataría de un asunto, en apariencia, “casi de gramatiquería menor”, escribe Coseriu. No obstante, se responde,
hay pocos problemas de tanta importancia teórica para la actividad lingüística misma, para los juicios sobre la actividad lingüística y, por lo tanto, también para la lingüística, como este problema o toda esta problemática
de la corrección idiomática (19).
Y más ampliamente, podríamos agregar, la cuestión de la valoración de lo hablado y el problema de las normas y de lo normativo en el lenguaje. Se trata, como suele ser en Coseriu, de explorar el saber implícito y la conducta de los propios hablantes para, desde ese saber intuitivo, construir una teoría que lo vuelva explícito. Los hablantes evalúan el hablar de quienes comparten su lengua y esta evaluación es independiente y anterior a la existencia de grupos u organizaciones que la realicen. “Esto está mal dicho”, “así no se dice” o “así no lo decimos nosotros” son juicios que emite o piensa el hablante común, por lo que una teoría del lenguaje que quiera ser fiel a la relación del ser humano con su lenguaje no debería despreciar este tema ni menos decirle al hablante, simplemente y sin primero entender el fenómeno, que está equivocado, que eso es algo que no se debe hacer. No es que los hablantes enjuicien el hablar de sus pares porque existen academias, como a veces pareciera quererse decir. Las academias existen, allí donde las hay, entre otras razones, porque la evaluación del hablar es algo que preocupa a los hablantes.
Ha pasado mucha agua bajo el puente en los años que van desde la dictación del curso y su publicación ahora por la Editorial de la Universidad de Sevilla. Más aún, si pensamos que, como señala Coseriu, el texto se retrotrae en realidad a 1957. Es mucho tiempo, particularmente en lo que dice relación con cuestiones centrales en esta obra, como, entre otras, la de los niveles, los estilos y los registros de lengua o la configuración de una lengua ejemplar o de varias lenguas ejemplares en América latina. Considerando esto, pienso que debemos distinguir dos tipos de contenido en el libro. Primero, lo que corresponde a una teoría del saber lingüístico y de los juicios de valoración de los hablantes, una teoría explícitamente fundada en la concepción lingüística de Coseriu. Y segundo, lo que es aplicación concreta de la teoría a problemas históricos específicos y los planteamientos de Coseriu frente a esos problemas, por ejemplo, el de la lengua ejemplar en América. El libro se concibió antes de la era de Internet en que vivimos, antes de la caída de los socialismos reales y antes de los cambios culturales y sociales que hemos estado experimentando en esta última década. Si a esto agregamos la relevancia que hoy tienen en nuestro campo la lingüística crítica, el análisis crítico del discurso y la reciente glotopolítica, podemos concluir que Coseriu escribía en un mundo muy distinto al actual. Entonces, me parece que es interesante explorar hasta qué punto este libro nos entrega herramientas para pensar problemas que no pudieron estar, por así decirlo, en el horizonte de expectativas de Coseriu, o al menos no pudieron estarlo en la forma específica, concreta, que han asumido en el último tiempo. Cuestiones como las nuevas maneras de escribir que han ido surgiendo con Internet y que han venido a complejizar, quizás a difuminar, la distinción ente lo oral y lo escrito. O como el cuestionamiento no solo lingüístico sino también político a ciertas normas y tradiciones; un cuestionamiento que se advierte, entre otros, en las demandas de lenguaje inclusivo, en proyectos como el del lenguaje claro o en la crítica al denominado proyecto del hispanismo y el renovado interés por el estudio del contacto del español con otras lenguas. La teoría que Coseriu expone en el libro, ¿es útil para reflexionar sobre este tipo de fenómenos?
Antes, sin embargo, de referirme, que sea someramente, a estas cuestiones, haré un excurso sobre el problema de las normas y el de los juicios de corrección, temas que corresponden al contenido teórico del libro. Y lo haré con algo de libertad, sin ceñirme de modo estricto a la concepción coseriana, sino, más bien, tomando sus propuestas como motivaciones para la reflexión. Para ello debo, primero, sintetizar algunas ideas claves del libro.
En su libro, Coseriu distingue distintos tipos de valoración o juicios que realizan los hablantes cuando escuchan o leen a alguien. Estas valoraciones descansan en la adecuación entre ciertos aspectos de la conducta verbal y determinados saberes del plano cultural, saberes que no hay que entender como teorías subyacentes, sino, en cada caso, como un saber hacer, una técnica o tékhnē. Así, por ejemplo, al escuchar a alguien que habla en español de Chile, particularmente en la variedad estándar del español de Chile, yo podré evaluar su conducta verbal considerando si esta se adecúa o no al español estándar de Chile, a esta tradición idiomática. Si lo hace, diré que esa persona está hablando de modo correcto; si no, diré que habla de modo incorrecto. Ese es el juicio de corrección, que, como se observa, es simplemente de suficiencia. Sin embargo, precisa Coseriu, no es esta la única evaluación que podemos hacer del hablar de alguien, pues quien habla no solo habla el español estándar de Chile, en general, sino que lo habla en unas circunstancias particulares: habla de algo, a alguien y en cierto momento. Por eso, yo también podré evaluar si lo que dice es apropiado para las circunstancias específicas de la comunicación lingüística. Para poner un ejemplo del propio autor, si le habla de manera muy compleja a un niño pequeño, aunque la persona hable correctamente, sus enunciados serán inapropiados. Si el primer juicio, el de lo correcto, evalúa el hablar contra un saber idiomático; el segundo, el de lo apropiado, lo hace respecto de un saber que Coseriu denomina expresivo: saber hablar en la circunstancia en que estoy hablando. Se trata, como lo entiendo, de un juicio de adecuación pragmática del enunciado. Nuestro autor distingue todavía una tercera evaluación, que en realidad es la primera en su taxonomía, porque no está restringida ni histórica ni circunstancialmente y tiene, por tanto, un alcance universal. Se trata del juicio que denomina de lo congruente y que evalúa la correspondencia entre lo que se dice y el saber que llama elocucional, que tiene que ver con el modo de pensar y con nuestro conocimiento del mundo, es decir, si lo que alguien dice es coherente o no lo es. Para Coseriu, estas tres valoraciones —la de lo congruente, la de lo correcto y la de lo apropiado— dependen de saberes culturales, es decir, aprendidos, que se corresponden con tres niveles de sucesivas restricciones del lenguaje entendido como objeto cultural. El nivel del lenguaje en general, que es universal, propio de la especie; el de la lengua específica, que es histórico, y el del discurso, que es individual. Valoraciones y niveles se dan, dice el autor, en el plano cultural, y se distinguen, por tanto, todos ellos, del plano biológico, donde se ubicaría un saber hacer psicofísico respecto del cual el habla puede considerarse como normal o anormal. Hasta aquí Coseriu. Permítanseme ciertas observaciones sobre lo que he sintetizado.
Aunque las distinciones coserianas son claras, me parece que no siempre es fácil distinguir en la práctica entre el plano biológico y el cultural. Baste un ejemplo, el del juicio de lo apropiado, que es un juicio pragmático. En este caso, nos dice Coseriu, evaluamos si el enunciado es adecuado o inadecuado al tema del que se habla; conveniente o no conveniente respecto de con quien se habla, y oportuno o inoportuno en relación con el momento en que se habla. Como puede advertirse, para hablar de manera apropiada debemos ser capaces de adecuar nuestro modo de hablar al contexto en que hablamos. Y si bien el desempeño inapropiado puede obedecer a cuestiones de aprendizaje porque la persona no sabe, por ejemplo, cómo dirigirse a una autoridad, cómo hablar en una cena, es también posible que obedezca a un trastorno de la comunicación. El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, DSM-5, publicado por la Asociación Americana de Psiquiatría (2014), reconoce el trastorno de la comunicación social o pragmático, uno de cuyos criterios diagnósticos es el
deterioro de la capacidad para cambiar la comunicación de forma que se adapte al contexto o a las necesidades del que escucha, como hablar de forma diferente en un aula o en un parque, conversar de modo diferente con un niño y con un adulto, y evitar el uso del lenguaje demasiado formal (47).
En el caso del espectro autista, el déficit en la comunicación pragmática es uno de los rasgos más destacables, particularmente en quienes tienen lo que se ha denominado autismo de alto funcionamiento. Por otro lado, uno de los síntomas típicos de la esquizofrenia es el discurso desorganizado, que se manifiesta en la “disgregación o incoherencia frecuente” (99), rasgos que, si lo he comprendido bien, Coseriu atribuye al discurso que evaluamos como incongruente y que, efectivamente, se dan también en población normal, aunque no por las mismas razones. En consecuencia, el que un enunciado o un discurso sea considerado incongruente o inapropiado puede deberse no solo a la falta de correspondencia con un saber elocucional o expresivo situado en el plano cultural, sino también a un problema en el plano biológico o psicofísico. Si a esto sumamos la existencia de un trastorno del lenguaje en que normalmente están afectados el vocabulario y la gramática de una lengua, pero que también puede afectar otros componentes, como ocurre, por ejemplo, con la disortografía, pareciera ser que cada uno de los niveles del plano cultural del lenguaje tiene un correlato en el plano biológico. Es decir, que la relación entre lo biológico y lo cultural es más estrecha que lo que se propone en el libro.
Quisiera, a este respecto, traer a colación una anécdota. Hace algunos años en un congreso de lingüística unas colegas presentaron los resultados de un estudio de narraciones que habían hecho con niños hispanohablantes que habían emigrado a Estados Unidos y que vivían en malas condiciones socioeconómicas, niños vulnerables, como se suele decir hoy. Mis colegas, al momento de comunicar los resultados, indicaron que estos eran muy semejantes a los de niños con trastornos del lenguaje en Chile. La reacción de la audiencia fue inmediata porque se entendió que mis colegas sugerían que niños normales en ambientes vulnerables tenían un trastorno del lenguaje, es decir, que un fenómeno de tipo “cultural” era reconceptualizado como “biológico”, para usar las categorías que emplea Coseriu en el libro. La audiencia interpretaba lo que decían mis colegas como una forma de reduccionismo biologicista o naturalista, lo que evidentemente la alarmaba por las consecuencias que una tal reducción tendría no solo desde un punto de vista teórico o conceptual, sino sobre todo práctico y aplicado.
Me gustaría observar esta cuestión desde otra perspectiva. El siglo pasado se centró, sobre todo a partir de la lingüística generativa, en la discusión sobre si el lenguaje era un objeto natural o cultural, la famosa dicotomía nature or nurture. En breve, los generativistas proponían que el lenguaje era un objeto fundamentalmente biológico, de ahí su reduccionismo naturalizante; muchos de sus detractores, que era un fenómeno social y cultural. Creo que ambas posiciones, sin embargo, descansaban en un supuesto común: la idea de que era posible separar lo biológico de lo social y cultural. Me parece que uno de los cambios más interesantes en el clima intelectual del presente siglo es precisamente el cuestionamiento de ese supuesto. En contraposición a las ideas innatistas y modularistas del generativismo del siglo pasado, que proponían un cerebro que traía consigo una serie de conocimientos a priori, entre otros, la así llamada gramática universal, diversos estudios han venido reconociendo el gran potencial del cerebro para el aprendizaje a partir de la experiencia. Todavía más, se ha dicho que la experiencia va modelando o esculpiendo el cerebro, que se entiende, en consecuencia, no ya como algo dado, sino como un sistema cuya configuración depende de su historia de desarrollo. No quiero decir con esto, por supuesto, que el cerebro sea, en un inicio, una suerte de materia bruta indiferenciada; sí, que habilidades superiores como las que están implicadas en el lenguaje no vendrían preestablecidas, sino que serían fruto de un proceso de desarrollo que depende, al menos, de tres factores, como ya planteaban Bates y Carnevale (1993 ): propiedades del sistema que aprende (el sujeto, lo que incluye su cerebro), propiedades de las condiciones sociales, culturales y lingüísticas en que ocurre el aprendizaje y propiedades del sistema que se está aprendiendo (el lenguaje y, más específicamente, tal o cual lengua específica): quién aprende, en qué circunstancias aprende y qué aprende. Lenguaje y cerebro estarían, en cierto modo, coordinados y las habilidades lingüísticas, en tanto dependientes del aprendizaje, esto es, sociales y culturales, no innatas, serían posibles también porque ciertas redes del cerebro han aprendido a ejecutarlas, de modo que alteraciones o desarrollos atípicos en el funcionamiento cerebral conllevarían alteraciones en las habilidades, como ocurre en los esquizofrénicos y su discurso desorganizado, con problemas de coherencia, o los autistas de alto funcionamiento y sus dificultades pragmáticas. Una persona concreta podría producir enunciados inapropiados porque no ha aprendido qué es lo apropiado en la circunstancia específica, pero también podría hacerlo porque tiene un desarrollo cerebral distinto.
Una segunda reflexión que me ha motivado este libro tiene que ver con el problema de las normas y el lenguaje. Coseriu señala que las valoraciones de lo congruente, lo correcto y lo apropiado son de mera suficiencia o insuficiencia. Hay otras valoraciones, por supuesto, valoraciones de excelencia que pueden darse en cada uno de los planos y niveles del lenguaje; sin embargo, las que constituyen el núcleo de la argumentación son estas valoraciones de suficiencia que, en el fondo, suponen un juicio negativo cuando cierta conducta verbal no se ajusta a la norma esperada. Me parece que esta preocupación que tenemos por la adecuación de la conducta a normas sociales como las lingüísticas tiene una gran relevancia y no es simplemente algo que se añada a nuestro manejo del lenguaje. Más aún, siguiendo fundamentalmente las ideas de Michael Tomasello (2010), creo que esta preocupación es uno de los pilares que permiten no solo el desarrollo del lenguaje, sino la configuración de la cultura humana en un sentido más amplio. Como señala el psicólogo norteamericano, “los niños no solo se atienen a las normas sociales, sino que, casi desde el mismo momento en que comienzan a acatarlas, también se ocupan de hacerlas cumplir” (59). Esto es particularmente importante en aquellos casos en que la norma social, esto es, la norma compartida, no se limita a regular una conducta preexistente, sino que la crea, que es precisamente lo que ocurre con el lenguaje. Como puede observarse en los juegos infantiles, cuando se adopta una norma constitutiva (por ejemplo, este trozo de madera es una mamadera), los niños no solo operan con el valor atribuido por la norma al objeto, sino que sancionan a quien no lo hace, por ejemplo, a quien no usa el trozo como una mamadera sino como un simple pedazo de madera; esto es, sancionan o corrigen a quien no se ajusta a la norma (Vallejos 2015). No tengo tiempo aquí para extenderme en este punto, pero me parece que es evidente la similitud que este ejemplo tiene con los signos lingüísticos y con otras instituciones sociales de carácter convencional. En el lenguaje, ciertas unidades poseen por convención un valor que es compartido por quienes hablan la lengua. Como se enseña en las clases de introducción a la lingüística, “nada hay en la palabra perro que me diga que significa perro, más allá de la convención de que ese es su significado”. Para decirlo en términos semióticos, los signos lingüísticos son símbolos en que la conexión entre el significante y el significado es una regla arbitraria. El ajuste de la conducta a la norma lingüística convencional y la consecuente crítica a quien se aparta de ella parece ser condición necesaria para el surgimiento y la transmisión intergeneracional de las lenguas. Gracias a esto, no vivimos los signos arbitrarios como puro artificio. Los signos lingüísticos operan, para decirlo con Tomasello, “como entidades supraindividuales que entrañan fuerza social” (61). Benveniste escribía hace muchos años que, aunque el signo fuese arbitrario, es decir, inmotivado, para el hablante de una lengua el nexo entre significante y significado “debe ser reconocido como necesario, por ser estos dos componentes consustanciales uno de otro” (55). Es difícil pensar cómo esto podría ocurrir sin la preocupación por la adecuación a la norma que nos resulta tan natural a los seres humanos. Y sin la valoración negativa cuando esta adecuación no se produce. Lejos de tratarse de una mera gramatiquería, la cuestión de las normas y las valoraciones del hablar parece ser, como dice Coseriu en el preámbulo del libro, uno de los problemas de mayor importancia teórica para nuestra comprensión del lenguaje.
Como decía al inicio, junto con proponerse en el libro una teoría del saber lingüístico y de los juicios de valoración de los hablantes, esta teoría se aplica de manera concreta a problemas históricos específicos. Problemas ya del siglo pasado. ¿Siguen siendo útiles hoy las conceptualizaciones y distinciones que propone Coseriu? Me limitaré a esbozar de manera muy esquemática dos cuestiones a modo de ejemplo.
La primera es la irrupción de Internet en los últimos años y las profundas transformaciones en las comunicaciones, particularmente en la comunicación escrita, que ha traído consigo. Por supuesto, la oposición oralidad/escritura no era tampoco, antes de Internet, una dicotomía absoluta. Las charlas académicas, aunque orales, poseen rasgos del lenguaje escrito y desde la Antigüedad se ha pensado que las cartas personales son muy próximas a la conversación cotidiana. Sin embargo, con Internet la escritura coloquial se ha integrado a nuestra vida como nunca antes, lo que ha traído consigo una serie de formas de expresión nuevas y alteraciones de normas gramaticales y ortográficas. Como sabemos, abundan los lamentos. Las quejas por el desprecio de la ortografía, por la pobreza del vocabulario, por el irrespeto a la gramática, etc. Si he entendido bien su propuesta, Coseriu pondría aquí un poco de mesura y mucho de orden. La escritura de los chats tiene sus propias normas, que no se ubican en el nivel del saber idiomático, sino del expresivo, pues estamos ante un género discursivo con ciertas características específicas que dicen relación con su finalidad y con las circunstancias que lo rodean: comunicación rápida, por escrito, muchas veces antes expresiva que transaccional. Es cierto, en los chats se pasan por alto normas de la lengua española, pero eso es precisamente lo esperable para Coseriu: lo incorrecto se suspende por lo apropiado. Para muestra un botón: de acuerdo con las normas ortográficas del español los enunciados deben terminar con punto; sin embargo, en el chat el punto se interpreta como un signo agresivo o pasivo-agresivo, como explica la lingüista Gretchen McCulloch (2019). Esto me lo ha confirmado mi hija adolescente, para quien el punto es señal de que la persona no se deja llevar por el flujo de la conversación al escribir el chat, sino que está calculando lo que dice, no está siendo transparente en la comunicación. Como predice la teoría de Coseriu, la misma estudiante que no se preocupa de poner puntos cuando escribe un chat, los puede emplear cuando tiene que escribir un trabajo para el colegio o la universidad, porque se trata de otro género discursivo, con otras condiciones de producción y circulación. Aunque las ideas de Coseriu fueron formuladas antes de nuestra era digital, me parece que sus planteamientos generales siguen siendo útiles y nos ayudan a reflexionar y comprender las nuevas formas de comunicación lingüística.
Una segunda cuestión que me parece interesante de observar es la de lo ejemplar. Por razones de espacio, mi exposición será aún más limitada que en el caso anterior. Coseriu entiende lo ejemplar no como un juicio, una valoración, sino como una variedad de lengua que cumple ciertas funciones y tiene algunos atributos ligados a funciones comunicativas superiores, a cierto prestigio sociocultural y una mayor elaboración que experimenta precisamente por tratarse de la lengua ejemplar. Si lo entiendo bien, se refiere aquí al proceso de intelectualización que acompaña a la estandarización lingüística. Adoptando una postura más bien racionalista, ve en lo ejemplar un instrumento que favorece la unidad, la comunicación democrática y la proyección en la cultura universal. Al tratar la cuestión de la determinación del ejemplar en español, lo ejemplar panhispánico, como señala, reconoce que se trata de una cuestión fundamentalmente política:
Se puede, como en todas las actividades políticas (y esta es una actividad política), abogar por medidas, proponer ideas, luchar, incluso insultar a los que proponen otras medidas, tratar de tener argumentos mejores; pero como proceso histórico, no sabemos ni cómo se va a realizar ni si efectivamente se realizará en algún momento en el futuro (87).
No obstante, plantea que probablemente se vaya cada vez más hacia la unidad, una unidad en que predominará antes lo americano que lo europeo, tanto por el número de hablantes como por el hecho de que en español triunfan los simplificadores. Transcurridos ya más de 30 años de esas afirmaciones, tengo la impresión de que, en efecto, se ha ido avanzando a una mayor unidad, no absoluta, en todo caso, pues se mantienen diferencias, esperables por lo demás en una lengua policéntrica como la nuestra, atributo que, aunque no utilice el término, Coseriu reconoce en el español. Con todo, me parece que hay hoy disputas con respecto a lo ejemplar y a quiénes corresponde determinarlo que pueden llevar a que en el futuro tengamos que acostumbrarnos a que este sea un espacio en constante controversia. De hecho, precisamente el que la determinación de lo ejemplar sea un problema político nos debiera llevar a pensar, sobre todo en una época tan líquida como la actual, que el ideal de una lengua ejemplar unificada puede ser excesivo.
He desarrollado hasta aquí tres ideas, todas ellas motivadas por las reflexiones que expone Coseriu en su libro. Primero, que la oposición entre lo biológico y lo cultural que se propone en el texto, muy propia de la segunda mitad del siglo XX, podría, a la luz de hallazgos actuales, reinterpretarse como una relación entre dos caras del fenómeno lingüístico. Segundo, que la existencia de normas y valoraciones y juicios del hablar no es algo secundario, sino que parece ser una condición necesaria del lenguaje. Y tercero, que las ideas de Coseriu son útiles para comprender fenómenos actuales. Dije al inicio que era un libro breve, pero enjundioso. Leer a Coseriu es maravillarse ante una mente ordenada, penetrante y muy cultivada, capaz de ir desenmarañando los problemas más oscuros con una admirable claridad. Para emplear una metáfora un tanto tópica, sus ideas son semillas que no paran de crecer. Este libro será de interés no solo para el lingüista, sino también para el pedagogo del lenguaje y, más ampliamente, para el público culto general.
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Author
Guillermo Soto Vergara
Universidad de Chile, Santiago, Chile, Chile