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in Byzantion Nea Hellás
Mesianismo judío en los comienzos de la iconoclastia, c. 720-723
Resumen:
En los años previos a la adopción de la iconoclastia como la interpretación ortodoxa del cristianismo, se observa un resurgimiento del mesianismo judío. Del análisis de las diversas tradiciones contenidas en las fuentes se desprende la influencia que pudo tener la escatología judía en la decisión de apostar por un cristianismo libre de reminiscencia grecorromanas que se ajustaba más a una interpretación judeocristiana.
Desde el ambón de la iglesia de Santa Sofía en Nicea, tomó la palabra ante el concilio el patriarca Tarasios de Constantinopla (784-806). La sesión del 4 de octubre de 787 no la presidía él, sino los representantes del emperador Constantino VI y la regente, su madre, la augusta Irene: Petronas, antiguo cónsul (gr. ἀπὸ ὑπατος) patricio y conde del protegido por Dios e imperial thema de Opsikion 1 y Juan, ostiario imperial y logoteta del ejército (gr. λογοθέτης τοῦ στρατιωτικοῦ) (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 532; Price, 2018: 388) 2 , expectantes ante lo que tuviera que decir quien era uno de los campeones de la lucha por el culto a las imágenes. En su primera intervención al comienzo de la quinta sesión, Tarasios señalará los orígenes del mal que aqueja al Imperio y a toda la cristiandad oriental desde hace casi ochenta años. Después de comparar todas las herejías con un cántaro roto a través del cual se derrama el agua, dice:
Porque fue imitando a los hebreos y sarracenos, a los paganos (gr. Ἕλληνάς) y a los samaritanos, y también a los maniqueos y fantasiastas o theopasjitas (gr. καὶ Φαντασιαστὰς εἴτουν Θεοπασχίτας), que querían abolir la visión de las imágenes sagradas que se habían transmitido en la iglesia universal de Dios desde los tiempos antiguos (gr. τῇν ἁγίᾳ τοῦ Θεοῦ καθολικῇ ἐκκλησίᾳ παραδοθεῖσαν ἐκ τῶν ἀρχῆθεν χρόνων), como será probado por la lectura de los libros aquí presentes (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 534; Price, 2018: 389).
Insinúa que la iconoclastia y sus consecuencias —la guerra civil, las matanzas y la destrucción de iconos y escritos de cualquier signo— no son propias de cristianos; no es una idea que haya nacido en el seno del “nuevo pueblo elegido”, sino que ha sido importada. Tarasios viene a decirnos que se trata de una novedad y, por tanto, una desviación que se ha copiado a los enemigos, tanto exteriores como interiores, pasados y presentes.
Evocar a fantasiastas, theopasjitas y maniqueos, suponía hacer por parte del patriarca constantinopolitano un ejercicio de arqueología teológica. No obstante, fantasiastas y theopasjitas podrían servir a los iconoclastas como argumentos para criticar a los partidarios de las imágenes. Ambas corrientes, nacidas a comienzos del siglo VI en Egipto y Oriente Medio en el seno del monofisismo, aluden a la controversia en torno a la Pasión de Cristo y por ende al sentido de la salvación. Si el Hijo era de naturaleza divina, vienen a decir estos grupos, era inconcebible que hubiera sufrido durante su martirio, de ahí que se aluda a que no fue la carne sino una representación, una fantasía, la que quedó colgada del madero. En los ataques que recibieron de monofisitas y dúofisitas, está la acusación de traer de vuelta las tesis maniqueas (Martínez Carrasco, 2017: 121-122). Pero por más que pudieran quedar algunas comunidades de adeptos a estas interpretaciones, permanecerían tras la frontera con el califato. Porque era en la dār al-islām 3 donde había dado comienzo el nuevo movimiento contrario a las imágenes, con una correa de transmisión hacia el interior de Bizancio: los judíos.
Señalar a unos culpables que no pertenecen a la propia comunidad político-religiosa servía como ejercicio de catarsis colectiva, exonerando de cualquier responsabilidad a la élite dirigente que había apostado decididamente por la iconoclastia como la versión ortodoxa del cristianismo a imponer. Ya había sucedido, a comienzos del siglo VII, el señalamiento de la comunidad judía como chivo expiatorio en un contexto de guerra civil y exterior contra la Persia sasánida (Martínez Carrasco, 2014).
En este sentido, el segundo concilio de Nicea debía servir como punto final de un período marcado por la violencia y la persecución que se había desatado especialmente durante el reinado de Constantino V (741- 775) y avanzar hacia la reunificación de la Iglesia. Y si antes lo herético era la iconodulia, ahora cambiarán las tornas y los perseguidos serán los iconoclastas. La querella de las imágenes no deja de tener un cierto regusto a las ya viejas disputas judeocristianas. Es con el judaísmo con quien se entra a debatir este tipo de cuestiones y cuyos ecos vuelven a sentirse en las jornadas del concilio, con la lectura de obras polémicas, de diálogos entre un judío y un cristiano, como el de Leoncio de Neápolis (s. VII), que leyó el diácono y notario Esteban en el transcurso de la cuarta sesión, el 1 de octubre (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 348-370; Price, 2018: 291-300). Es la misma obra a la que alude el que fuera otro de los ideólogos del movimiento en defensa del culto a las imágenes, Juan Damasceno († 749), en una de las obras clave en la argumentación de su partido (Ioh. Damas., Imag., III.84-85, 178-179), aunque se escribiera al otro lado del limes 4 . Se citan repetidamente las obras de Juan Crisóstomo († 404), destacado antijudío y se echa mano de los libros del Pentateuco o, si se prefiere, de la Torá para tirar por tierra los postulados anicónicos del judaísmo. Con los sarracenos, la polémica discurre por otros derroteros: la divinidad de Jesús y Muhammad; el carácter de la otra vida; el libre albedrío… (Martínez Carrasco, 2015)
En esa quinta sesión destacó, por su encendida defensa del culto a las imágenes y la crítica a la influencia de judíos y samaritanos, el monje Juan, presbítero y sinkellarios, representante en Nicea de los patriarcas melquitas Teodoreto de Antioquía (781-812) y Elías de Jerusalén (770- 797), presentado en binomio con el monje y sacerdote Tomás, en calidad de representante de Politianos (768-813), el patriarca melquita de Alejandría.
El anciano Juan sigue la línea marcada por Tarasios, con quien le une una curiosa afinidad personal que continuará tras el concilio 5 , asimilando a los iconoclastas con los judíos y samaritanos. Y va más allá cuando les recuerda a todos que los samaritanos son los peores y que sólo los iconoclastas se les acercan en maldad, por lo que considera lícito que a quienes destruyen los sagrados iconos se les llame, en consecuencia, samaritanos (A.Conc. Nicaenum II: pars ii, 540; Price, 2018: 392).
Para Juan de Damasco, estos samaritanos “se interponen entre el judaísmo y el helenismo”, teniendo sus orígenes en la época del cautiverio de Babilonia, colonos asirios que tomaron la Ley de Moisés de manos de Esdras. En todo son como los judíos, a excepción del aislamiento, evitan el contacto con ciertas cosas y el rechazo de las profecías (Ioh. Damas., Haer., 9, 22-23). Fueron los samaritanos una fuente constante de inestabilidad hasta el momento mismo de la conquista islámica y lo siguieron siendo en el califato a juzgar por las palabras de Juan ante el concilio. Porque detrás de la cuestión de las imágenes se entrevé otra de mayor calado: la de quienes niegan que Dios se encarnara, entre los que se cuentan, por razones obvias, los judíos. Negar la validez de las imágenes equivalía a negar que Jesucristo se pudiera representar ya que la esencia divina difícilmente lo era. Los cimientos del cristianismo ortodoxo se tambaleaban.
Cobra así sentido la defensa que hace el patriarca Tarasios de esos pasajes evangélicos en los que aparece Jesucristo comiendo y bebiendo, sobre todo el de la Última Cena, en el que se instituye el sacramento de la Eucaristía. Para desacreditarlo, los judíos ponían en tela de juicio que la divinidad se rebajara a actos propios de simples humanos. Si el Dios cristiano se veía obligado a satisfacer esas necesidades fisiológicas, es que se trataba de un hombre común. De ahí esa broma que los polemistas ponían en boca de los judíos, tachando a Jesús de “φάγος καὶ οἰνοπότης”, ‘glotón y bebedor de vino’ (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 554; Price, 2018: 400) y que tanto revuelo levantó entre los asistentes a la quinta sesión del concilio. De ahí que también se condenaran las tesis monofisitas, en todas sus variantes, demostrando que las querellas cristológicas y las heridas abiertas por el Concilio de Calcedonia (451) distaban mucho de estar superadas en el seno del cristianismo oriental a finales del siglo VIII.
El antijudaísmo del que hacen gala el patriarca, los obispos y monjes reunidos en el concilio no responde sólo a un planteamiento retórico, herencia de las viejas polémicas, sino a una realidad bien palpable, sobre todo para quienes, como Juan, viven en un mundo en el que comparten con sus enemigos el mismo estatus de dhimmīes, compitiendo todos por el favor del poder que ostentan los musulmanes. En el oriente del que proviene este monje, el sentimiento milenarista de judíos y samaritanos sigue muy presente, especialmente en esos años previos al estallido de la iconoclastia, hacia el año 726. Seis años antes, según recoge Teófanes el Confesor († 817) —otro de los héroes en defensa del culto a las imágenes— que a su vez lo toma de Teófilo de Edesa († 785) 6 : “Apareció cierto sirio, que era un falso mesías y engañó a los judíos llamándose a sí mismo Cristo, el hijo de Dios” (Theoph., AM 6213, 401; Mango y Scott, 1997: 554). A pesar de que no son más que dos líneas en la edición griega de la crónica, lo cierto es que condensa una información nada desdeñable acerca del momento al que se refiere y a los prejuicios de la casta a la que pertenece Teófanes: la élite greco-ortodoxa, que ha marcado cuál es el modo de ser bizantinos (Martínez Carrasco, 2017: 175-176).
El que se refiera al personaje como “cierto sirio” (gr. τις Σύρος) no es una información sin más, carente de cualquier intencionalidad. El sirio es ante todo sinónimo de hereje. Un sirio era también el patriarca Sergio (610-638), firme defensor del monoenergismo primero y el monotelismo después, doctrina considerada herética por el Concilio Ecuménico de Constantinopla en 681. Que el “cierto sirio” es un cristiano hereje queda fuera de toda duda, sobre todo por lo que remarca Teófanes al final de la entrada: “el hijo de Dios” (gr. υιὸν τοῦ Θεοῦ). para señalar que no era un mesías judío sin más, sino que se enmarca en la más pura tradición cristiana, en la línea de los falsos mesías (gr. ψευδόχριστος), encarnaciones del Anticristo que salpican las páginas de la apocalíptica del período. Y esto ya nos hace plantearnos si verdaderamente se trata de judíos o si más bien a donde llegó este sirio fue a una comunidad de nazarenos, de judeocristianos. Este matiz es interesante, en tanto que se ha planteado la posibilidad de que los escritos polémicos de Leoncio de Neápolis, no tuvieran como objetivo a los judíos sino a esos grupos cristianos que se mostraban próximos a los postulados del judaísmo y que se movían en las áreas fronterizas del Imperio (Laham Cohen y Sapere, 2015). Otra forma en que podemos entenderlo es sobre la base de la superioridad de los cristianos, aunque heréticos, sobre los judíos, presentándolos como un pueblo crédulo capaz de seguir a cualquier charlatán. Representa también la debilidad de sus creencias, incapaces de defenderlas: habían matado a Cristo porque no lo reconocieron como “mesías hijo de Dios”, pero iban detrás de un mentiroso que predicaba lo mismo…
Como se mencionó con anterioridad, la cita la tomó Teófanes de Teófilo de Edesa, es decir, de la tradición siríaca. Y es en esta tradición donde el hecho relatado cobra mayor profundidad. Porque el oriente que vio surgir a este falso mesías era y es un mundo mestizo; una sociedad heterogénea, pero que se sustenta sobre lo arameo como mínimo común denominador. Los cronistas siríacos y árabes cristianos coinciden en señalar que ese “cierto sirio” se llamaba Severo y era originario de la región de Mardē (Ps. Dion., s. a. 734-735, 131; Agapios, 244; Mich. Syr., ii, 490), la griega Μάρδης/Μάργδις, en la Alta Mesopotamia, en la actualidad sobre la frontera sirio-turca, a orillas del Tigris. Una tierra a caballo entre el mundo persa, el árabe y el bizantino, bebiendo de todos ellos a partes iguales. Otra tradición siríaca del siglo VIII señala la localidad de Polḥat (Chron. Zuq., iv, 163), que no ha podido ser localizada con exactitud.
Este personaje, de acuerdo con las crónicas orientales, se habría trasladado hacia el oeste para asentarse en tierras de los samaritanos, es decir, hacia las tierras de Nablus, en torno al monte Garizim, en la Palestina central (Ps. Dion., s. a. 734-735, 131; Chron. Zuq., iv, 163). Su origen geográfico ya está hablando de una hipotética adscripción religiosa. Mardē encarna como pocos lugares la resistencia monofisita contra los cánones de Calcedonia (Frend, 1972: 185). Esta oposición era, para hombres como Teófanes, la muestra palpable del antibizantinismo de una parte de las poblaciones sirio-palestinas. Los sirios eran vistos, sobre la base de lo greco-ortodoxo, como extranjeros. Mardē fue un importante centro monástico y por tanto cultural, que entró en declive durante la conquista arabo-islámica, cuando, en torno al año 635-636, el monasterio fue asaltando y destruido (Chron. Miscell. 724, AG 947, 114; Frend, 1972: 352). Pero su carácter de encrucijada siguió manteniéndola con vida.
No hay ninguna mención a los motivos por los cuales Severo abandonó su aldea. Las razones habría que buscarlas en el contexto en que se produjo, entre el final del califato de ‘Umar II —muerto en febrero de 720— y el ascenso al poder de Yazīd II (720-724). Son los años del asedio a Constantinopla y el fracaso ante sus muros del ejército árabe; de su retirada, a lo largo de la cual se produjeron desmanes como el asalto a Pérgamo y la devastación que sembró en los alrededores de las ciudades que las tropas encontraron a su paso (Theoph., AM 6208, 390-391; Nikeph., 53; Mango y Scott, 1997: 541). Este recurso al terror era un medio para evitar que las poblaciones cristianas cercanas al limes tuvieran la tentación de alzarse en armas para liberarse de los musulmanes.
Consecuencia de la derrota fue la islamización forzosa que decretó Umar, perdonando el kharadj a quienes se convirtieran (Theoph., AM 6210, 399; Agapios, 242-243; Mich. Syr., ii, 489; Mango y Scott, 1997: 550; Hawting, 20002: 79-80). Es una zona en la que las revueltas kharidjies han sido moneda común. La más cercana en el tiempo fue la de 696, que tuvo como escenario la región norte, en torno a Mardē y que fue bien acogida por los cristianos locales (Morony, 1984: 477; Hawting, 20002: 66-67). En febrero de 720 comenzaría un nuevo levantamiento con componentes religiosos, aunque sus motivaciones tuvieran un carácter más político, de lucha por el poder en el seno del califato, liderado por Yazīd ibn al-Muhallab. En el movimiento protagonizado por los muhallabíes, entrelazados con los kharidjies, hay un intento por volver a los orígenes del islam como reacción a la degeneración introducida por los omeyas durante su gobierno, con una retórica que muchos han tildado de antiimperialista, término que, no obstante, es algo pronto para emplear en tanto en cuanto no se pone en entredicho la organización del califato. Pero para quienes hasta el momento habían estado excluidos del poder, se trataba de una buena razón para derrocar a los omeyas y ocupar el poder, máxime cuando los partidarios de Ibn al-Muhallab se consideraban con mayor legitimidad por ser parientes del califa ‘Abd al-Malik (Hawting, 20002: 76-77; Kennedy, 20042: 106-108).
Que las condiciones materiales de vida tuvieron un papel destacado en el surgimiento y desarrollo de la actividad del falso mesías Severo, lo deja clara la referencia que hacen las crónicas a la enorme cantidad de dinero que amasó gracias a la incredulidad de los judíos. Actuaba como una suerte de mago que expulsaba a los demonios y hacía todo tipo de trucos de magia, logrando que no sólo le entregaran sus riquezas, sino que también lo siguieran en su deambular por Palestina (Ps. Dion., s. a. 734- 735, 131; Chron. Zuq., iv, 163). La tradición siríaca recrea una historia que tiene ciertos paralelismos con la del Peregrino de Luciano de Samosata (Luc., Peregr.), quizás con la misma intención: hacer mofa de la comunidad engañada por un falso profeta, los cristianos en el siglo II, los judíos en el VIII.
El éxito de Severo no se explica si no es por las condiciones de vida en el oriente. Es un momento en el que las temperaturas siguen siendo bajas, aunque los peores efectos del enfriamiento, la conocida como Pequeña Edad de Hielo de la Antigüedad Tardía (LALIA por sus siglas en inglés), hayan quedado atrás. No obstante, las fuentes registran varios desastres naturales que condicionaron la vida de las personas. Para el año 717-718 se produjo un fuerte terremoto cuyos efectos se dejaron sentir en numerosos enclaves, dejando dañada la ciudad de Edesa (Theoph., AM 6210, 399; Agapios, 242; Mich. Syr., ii, 490; Mango y Scott, 1997: 550), la actual Sanliurfa, en Turquía. El elemento llamativo lo aporta el patriarca de Antioquía Dionisio de Tell Maḥrē (818-845), al mencionar el “signo” que hizo aparecer el Señor sobre los edificios que no habían caído y que cada vez que los edesanos lo veían, temblaban asustados porque la sacudida era inminente (Ps. Dion., s. a. 717-718, 129;). Dos años más tarde, justo durante el episodio de Severo, una plaga de langostas arruinó las cosechas, secando los árboles y arrasando los frutos, con la consiguiente hambruna que esto produjo (Mich. Syr., ii, 490). En un sentido similar podría interpretarse la alusión a los demonios y brujerías que asolaban la comarca (Chron. Zuq., iv, 163), responsabilizando a los espíritus malignos por esas malas condiciones de vida. Es lógico que cuando se presentara un personaje así, proclamando ser un Moisés renacido que sacaría a su pueblo de la esclavitud hacia una nueva tierra de promisión, lo siguieran.
Severo habría sabido leer las circunstancias y aprovecharlas en su propio beneficio. Tampoco podemos descartar que él mismo se creyera realmente el mesías, o más bien el enviado del mesías, por el modo alternativo que tenia de presentarse, encarnando otra de las figuras que aparecen en los relatos apocalípticos: el del anunciador, que se ajusta más a un ambiente judío o judeocristiano. Esas imágenes que la tradición siríaca presenta de los seguidores del falso mesías cayendo sobre los campos, saqueándolos ante la incapacidad de los campesinos para hacerles frente o cruzando la frontera para continuar “haciendo mal” una vez que los judíos se han percatado del engaño, es una buena prueba de que las pésimas condiciones de vida fueron un acicate para el triunfo de Severo (Ps. Dion.,
s. a. 734-735, 131-132).
En ese trasfondo moralista que los cronistas quieren darle a toda esta historia, no se alude sólo a la avaricia. También hay espacio para la lujuria, que termina por darle al personaje de Severo una dimensión menos espiritual. Todo habría comenzado cuando violó a la hija del “judío importante” que le diera cobijo cuando llegó al país de los samaritanos (Ps. Dion., s. a. 734-735, 131). Y no es sólo que agrediera a la muchacha, sino que con ello transgredió asimismo las normas de la hospitalidad, de las que fue beneficiario como extranjero, como refugiado por las malas condiciones de vida en su tierra de origen (Ben-Nun, 2021). Otra tradición siríaca da a entender que la relación entre Severo y la hija de su anfitrión fue consentida y que el escándalo se produjo en el momento en el que ella quedó encinta (Chron. Zuq., iv, 163).
El que los judíos de la comunidad quisieran matar a Severo tendría que ver con la transgresión social además de con la religiosa: el inferior que mancilla el honor de la familia pudiente a través de la mujer y con ello el de toda la colectividad. A partir de la versión de la Crónica de Zuqnīn, podemos especular con la posición del migrante en la sociedad que lo acogió. Muy posiblemente, Severo trabajaría para el “judío importante”, en calidad de asalariado o, por qué no, como esclavo: en el mundo islámico no había ninguna ley que prohibiera a los judíos tener esclavos cristianos como en Bizancio, si bien la prohibición no fuera muy tenida en cuenta a juzgar por las numerosas reiteraciones que leemos en las recopilaciones legales de los siglos V-VII 7 .
El final de Severo era el de esperar en el momento en el que las autoridades islámicas entendieron que ese grupo de personas moviéndose por el territorio podía ser un elemento desestabilizador, en un momento en el que ya había un levantamiento en marcha: corrían el riesgo de que confluyeran con los muhallabíes. Si sabemos algo más acerca de cómo se produjo el final del movimiento encabezado por Severo es gracias a la tradición recogida en la Crónica de Zuqnīn. De acuerdo con este relato, fueron los propios judíos afectados por los desmanes del falso mesías y sus acólitos quienes acudieron al califa Hishām para que acabara con él. Tal y como se ha conservado, el relato tiene una fuerte reminiscencia evangélica, ya que recuerda a los pasajes de la pasión y muerte de Jesús, cuando se asegura que Severo fue entregado al “comendador de los creyentes” y que éste lo devolvió a los judíos que lo torturaron y crucificaron (Chron. Zuq., iv, 164).
El hecho de que lo condenaran a la crucifixión no creo que sea un detalle que haya que pasar por alto. Ante todo, era una humillación para un judío o un cristiano por el simbolismo que tiene tan atroz ejecución. Por otro lado, el desconocido autor de este relato vendría a resaltar una de las acusaciones que solían lanzarse contra el pueblo judío, la de maltratar y en último extremo, asesinar a los enviados de Dios toda vez que no actúan como ellos esperan que lo hagan. Y este sería uno de esos casos: Severo los habría engañado prometiéndoles una Tierra que no estaba en condiciones de proporcionarles, traicionando así las esperanzas mesiánicas.
Los movimientos que se produjeron en Bizancio hacen pensar en la posibilidad de que hubieran provocado conatos de levantamiento entre los judíos del Imperio. Las fuentes de las que disponemos para el periodo no mencionan explícitamente este hecho, pero sí se puede colegir un cierto temor a que las “ansias escatológicas” de las comunidades palestinas prendieran al otro lado del limes. El decreto de bautismo forzoso dado por León III (717-741) en 721 (Theoph., AM 6214, 401; Mango y Scott, 1997: 554-555) no representa ninguna novedad ya que se adoptó la misma medida en el año 616, aunque la veracidad de este hecho esté en discusión (Martínez Carrasco, 2014: 153-154). Se trataría de una medida para señalar la existencia de un enemigo interno que calmara posibles tensiones ante la posibilidad de una insurrección.
Hay que verlo dentro de una política de homogeneización de las creencias, avanzando hacia un Imperio netamente cristiano. La mayoría de los autores pertenecientes a la tradición siríaca señalan que el decreto de bautismo forzoso no afectó únicamente a judíos y montanistas 8 , sino que se hizo extensivo a todos aquéllos que no profesaran la fe en Cristo (Agapios, 244; Mich. Syr., ii, 489-490). Como he señalado en el caso de Severo, ninguna de las medidas adoptadas lo eran por motivos exclusivamente religiosos, sino más bien políticos. Con el matiz que introduce esta tradición, se perfila con mayor nitidez un intento de eliminación de cualquier atisbo de disidencia tras las fronteras bizantinas. No en vano, a quienes recibieron el bautismo se les conocería a partir de ese momento como νεαπολίτας, ‘ciudadanos nuevos’, o, según la tradición árabe cristiana naṣāra djadidān, ‘cristianos nuevos’. Bajo una fórmula u otra, lo que ponen de manifiesto ambos términos es la incorporación a la sociedad reconocida de nuevos grupos como ciudadanos de pleno derecho.
Quizás en este punto habría que matizar lo expuesto más arriba sobre las pretensiones del emperador León de acabar con una posible revuelta judía por medio de una asimilación forzosa. El propio Teófanes insiste en el carácter involuntario de la conversión: cuando los bautizaron, inmediatamente se lavaron el carisma y comulgaron con el estómago lleno (Theoph., AM 6214, 401; Mango y Scott, 1997: 554-555). Pero a pesar de esto, estaba incorporando a la Iglesia un colectivo que consideraba el culto a las imágenes una muestra de idolatría. Dar el paso de prohibir este culto podría justificarse a partir de la entrada de los ‘nuevos cristianos’ que lo hacían con una sensibilidad diferente; que venía a coincidir con las posiciones anicónicas de otros grupos cristianos de Asia Menor. El thema de los Anatólicos 9 se había convertido en la barrera contra la expansión del islam. Eran ellos quienes soportaban los envites de las tropas de Damasco y de entre sus filas había salido el emperador León III, ‘el Isaurio’.
El hecho de que los judíos no fueran los únicos en sufrir las primeras medidas de un cambio en la política religiosa, avalaría de algún modo la hipótesis expuesta. Los montanistas representaron una corriente milenarista en la que se condensaron buena parte de las esperanzas mesiánicas de los judíos, auspiciados por Montano, converso al cristianismo hacia mediados del siglo II. Como recoge Juan de Damasco, bebían de las enseñanzas del Antiguo y el Nuevo Testamento, pero al mismo tiempo reconocían una nueva etapa profética, en la que las mujeres tuvieron un papel destacado, condensado en la profetisa Priscilla (gr. Πρίσκιλλα). El epicentro de esta corriente estuvo en Frigia —de ahí que otro de sus nombres fuera el de catafrigios (gr. Καταφρυγαστῶν)— y en una localidad de esta región debía asentarse la Jerusalén Celeste cuando se produjera la tan ansiada Revelación. Por esta razón, muy unidos a los montanistas estuvieron los pepuzianos (gr. Πεπουζιανοί), cuyo nombre deriva de la ciudad de Pepuza (en Karahalli, a orillas del Egeo en la actual Turquía), a pesar de que se quiera ver en ellos algunas diferencias. Más allá del escándalo que pudiera ocasionar el que tomaran la comunión con un pan en el que mezclaban la sangre de bebés con la harina —lo que no era sino una adaptación de los sacrificios humanos de los que se acusaba también a los primeros cristianos—, lo que más parece alterar a los obispos es que sostuvieran que Cristo se le apareció a la profetisa Quintilla (gr. Κυϊντιλλα) bajo forma femenina, como también afirmaba Priscilla. No obstante, la condena contra ellos se basó sobre todo en haber organizado una Iglesia dentro de la Iglesia, representando un problema más disciplinario que doctrinal (Ioh. Damas., Haer., 48-49, 33-34; Fernández Ubiña, 2003: 231-232; ODB: vol.
2, 1401-1402).
De nuevo asoma el milenarismo judeocristiano y la pervivencia de un grupo cuya existencia se desarrolla en los márgenes, con una estructura paralela. Así lo acreditaría el final de las comunidades montanistas que optaron por el suicidio masivo antes que aceptar el decreto imperial, quemándose vivos en el interior de sus templos (Theoph., AM 6214, 401; Mango y Scott, 1997: 555), lo que no deja de ser significativo por el simbolismo del fuego como elemento purificador. Planea sobre la orden de bautismo forzoso la idea de acabar con cualquier elemento que pusiera en riesgo el poder incontestable del emperador y la estructura ideológica bizantina. Habría que interrogarse por la implantación de los montanistas y sus derivados en la Anatolia de las primeras décadas del siglo VIII. Tal vez, al incorporarlos pretendiera hacer suyo el ascetismo rigorista que caracterizaba a esta comunidad, como un modo de implantar en el Imperio un cristianismo que pudieran reconocer como propio esas poblaciones donde la influencia de lo semita era mucho más evidente. Podríamos pensar en un nuevo intento por superar las diferencias en las interpretaciones del cristianismo, en línea con lo que supusieron el Henotikón de Zenón en 482 o la Ékthesis de Heraclio en 638 y el Typos de Constante II en 648 (Martínez Carrasco, 2017: 105-107, 176, 186-191) y con los mismos resultados que
los experimentos del pasado.
Pero a pesar de que se trate de un emperador hereje como León o de un mandatario musulmán como Yazīd, ninguno de los dos será culpable de haber promovido una corriente heterodoxa por propia voluntad. Si lo hicieran, las tradiciones greco-ortodoxa e islámica estarían reconociendo que Dios se habría equivocado al designarlos para guiar a los creyentes de una y otra religión, socavando los principios sobre los que se sustentaba el entramado político en el Imperio y el Califato. Por esa razón, todo habría obedecido a la influencia de los malos consejeros, los responsables últimos de todo el caos introducido por la ‘innovación’ de querer implantar un cristianismo anicónico. En este contexto, aparecen dos personajes clave, que actúan de la misma manera y que, aunque se presenten como de orígenes distintos, en el fondo confluyen.
En esta quinta sesión del concilio de Nicea, la del 4 de octubre de 787 que nos ocupa, el monje Juan, representante de los patriarcas orientales, dio lectura a un documento en el que da cumplida cuenta del papel desempeñado por un judío, consejero del califa, en todo lo referido al edicto que éste promulgara en 722. Lo descalifica describiéndolo como un “φαρμακομάντις, δαιμόνων ψυχοβλαβῶν ὄργανον” (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 592; Price, 2018: 419), algo así como un adivino que emplea algún tipo de droga para tener visiones y así convocar a los demonios para hacer el mal. Estas palabras nos recuerdan a lo que la tradición siríaca decía sobre el estado de la Palestina donde predicó Severo, poblada de malos espíritus. Menos beligerante se muestra Teófanes el Confesor en su crónica, aunque señalando también esa conexión con fuerzas demoníacas. En su caso, emplea el término γόης para referirse al judío consejero del califa (Theoph., AM 6215, 401; Mango y Scott, 1997: 555); término que podríamos traducir como brujo o hechicero, pero también como impostor o charlatán, con lo que tendríamos un matiz interesante en la línea de descargar a Yazīd de toda responsabilidad 10 .
Sí hay divergencia al señalar el lugar de procedencia del encantador.
Mientras que el monje Juan lo hace oriundo de Tiberias (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 592; Price, 2018: 419), la fuente de la que bebe Teófanes lo hace nacer en Laodicea, ciudad de la Fenicia Marítima (Theoph., AM 6215, 401; Mango y Scott, 1997: 555). No creo que sea un dato dejado al azar, ya que al señalar la ciudad de Tiberias se estaba señalando a uno de los principales centros del judaísmo, sede de una de las más importantes academias (Martínez Carrasco, 2014), por lo que el representante de los patriarcas orientales estaba desacreditando todo el entramado teológico judío, tachándolo poco menos que de magia negra. Por su parte, Laodicea, la al-Lādhiqiyya de los árabes, no tendría una conexión tan evidente con el judaísmo. No obstante, en el año 719 fue devastada por un ataque de la flota bizantina (Brubaker y Haldon, 2011: 75). Podría estar dando a entender que actuó por venganza por la destrucción de la ciudad, aunque esto no sea más que una especulación sobre la base de la información de la que disponemos al respecto.
El nombre del malvado consejero, que sólo consigna el monje Juan en su relación al concilio, también podría querer decir algo. El Serandapejos (gr. Σεραντάπηχος) (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 592; Price, 2018: 419) al que alude sería miembro de una dinastía judía al servicio de los califas omeyas, que se exilió desde Palestina durante el reinado de León
III. Como todos recién llegados a la corte de Constantinopla, tuvieron que renombrarse en griego para ser aceptados en los círculos de poder, algo que no debió costarles demasiado toda vez que la emperatriz Irene tenía lazos familiares con este clan (Brubaker y Haldon, 2011: 607 y 612). El nombre es una mezcla de σαράντα, ‘cuarenta’ y πῦχης, ‘brazo’ o ‘codo’, lo que podría ser interpretado de diversas formas, pero que en lo que este estudio respecta, se quedaría en el simbolismo del número. Esos fueron los años que el pueblo de Israel pasó en el desierto guiado por Moisés hasta la Tierra Prometida. Cuarenta fueron los días durante los cuales diluvió o los que dura la preparación para la fiesta del Yom Kipur, el ‘Día de la Expiación’, una de las festividades clave del calendario judío. Es una cifra que marca una transición entre dos elementos, entre dos épocas, por lo que está ligado a las esperanzas mesiánicas, de apertura a un mundo nuevo; un tiempo de prueba (Fuentes, 2017).
Pero Serandapejos no fue el único acusado por el monje Juan. Junto a él aparece también Constantino «pseudobispo de Nakoleia» (gr. ὁ ψευδεπίσκοπος Νακωλείας) como el responsable de haber introducido el movimiento de destrucción de las imágenes en Bizancio por imitación de lo que estaba sucediendo en las ciudades de Siria y Palestina (A.Conc. Nicaenum II: pars ii, 594; Price, 2018: 420). Esta sede estaba situada en la provincia de Frigia, en las inmediaciones de la actual ciudad turca de Seyit Gazi (ODB: vol. 2, 1434), geografía que compartía con los montanistas, como se recordará. Por tanto, a pesar de que se trate por todos los medios de señalar un origen externo para el movimiento iconoclasta, sus semillas ya estaban en el interior de Bizancio, en las comunidades cristianas más cercanas a los postulados del judaísmo. Esta hipótesis vendría avalada por el otro obispo comprometido con la iconoclastia en sus primeros momentos, Tomás de Claudiópolis 11 .
Fueron ellos, Constantino y Tomás, quienes ocuparon una parte de la cuarta sesión del concilio, la celebrada el 1 de octubre de 787. Tarasios sacó a relucir tres cartas escritas por su antecesor, el patriarca Germanos (715-730), una dirigida al obispo de Nakoleia (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 450-452; Brubaker y Haldon, 2011: 94-98; Price, 2018: 339-340), otra al de Claudiópolis (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 452-489; Brubaker y Haldon, 2011: 98-102; Price, 2018: 340-355), mientras que la tercera tenía como destinatario a Juan de Synada, si bien buena parte de su contenido gira en torno a los problemas ocasionados por Constantino. Por el comienzo de ésta última, sabemos que el de Nakoleia habría comenzado una campaña de proselitismo que inquietó a varios de sus colegas, como Juan, al que Germanos intenta tranquilizar con su misiva (A.Conc.Nicaenum II: pars ii, 442; Price, 2018: 334). La razón que explicaría el porqué de esta carta quizás sea la existencia de una importante comunidad judía asentada en esta ciudad frigia, la actual Şuhut, en Turquía (ODB: vol. 3, 1990). De nuevo el contacto con este grupo religioso, la probable permeación de sus creencias, hacen pensar en la asunción de ciertos postulados como el aniconismo. Tampoco debemos obviar el clima mesiánico, las esperanzas escatológicas que habían prendido entre los judíos y a las que los cristianos tampoco serían ajenos. Este dato también nos permite abundar en otro de los aspectos mencionados en las páginas precedentes, relacionado con el edicto de bautismo: sería un indicio de que con él León pretendía justificar el viraje en su política religiosa, haciéndose eco de las distintas sensibilidades
—como diríamos hoy— de las poblaciones dentro de sus fronteras.
A pesar de la relevancia que ambos obispos tuvieron en el origen de la iconoclastia, están ausentes de los relatos historiográficos. No obstante, quizás haya que leer entrelíneas de la tradición transmitida por Jorge el Monje en la segunda mitad del siglo IX. Como han señalado numerosos expertos, su crónica bebe de los datos que aporta Teófanes en la suya
—aunque organice su relato de forma diferente— y especialmente en lo tocante al primer período iconoclasta (Kazhdan, 2006: 48 y 51). Sin embargo, cuando se ocupa de los inicios del reinado de León III, se aparta diametralmente del “relato modelo” para ofrecer a su público una versión alternativa que tampoco tendría base en las actas del concilio de Nicea. Para él, los responsables de todo fueron dos hermanos judíos a los que tacha de “θεομάχοι”, ‘los que luchan contra Dios’ (Georg. Mon., 735) que se acercaron a León cuando éste aún no era emperador. Los presenta como unos embaucadores, con ciertos rasgos animalescos para ganarse la atención de su pretendido patrón, pues habrían acudido a él con actitud mendicante (gr. βωμολοχία). En ese gusto por los detalles maravillosos para ganarse al público, Jorge el Monje sostiene que las cosas extraordinarias que contaban las habían aprendido en la corte del soberano árabe (gr. τῶν Ἀράβων βασιλικὴν αὐλήν). En Damasco habrían estudiado astrología, pero con el sentido de la adivinación, algo que a este autor le parece un saber inspirado por el demonio (Georg. Mon., 735-736).
Sería fácil intuir tras esta descripción al Serandapejos del que habla el monje Juan. Coincidiría punto por punto con lo que escribe Jorge el Monje, con la salvedad de que él lo divide en dos. Esta tradición de la segunda mitad del siglo IX vendría a confirmar la migración del clan desde Palestina a Bizancio en los años en que León el Isaurio ejerció como strategos del thema de los Anatólicos. No obstante, el hecho de que se mencione a una pareja de instigadores podía indicar que el cronista dio cabida en su historia a Constantino de Nakoleia y a Tomás de Claudiópolis, fusionándolos con la familia de origen judío. No sería nada descabellado pensar que mientras el futuro emperador estuvo al frente de esa circunscripción, entrara en contacto con ambas personalidades; que le dieran la base de lo que unos años más tarde sería la iconoclastia. El hecho de descalificarlos como adeptos al judaísmo tampoco es una novedad en las crónicas monásticas, en las que el adjetivo judío suele emplearse como sinónimo de hereje (Martínez Carrasco, 2017: 161). Ahora bien, esto no deja de ser una hipótesis en base a los datos que tenemos, que deberá ser confirmada o refutada.
De hecho, el elemento cristiano en los orígenes de la iconoclastia lo representaría Beser (gr. Βησήρ), un apóstata de origen sirio que abjuró del cristianismo cuando cayó prisionero de los musulmanes y que actúa como pareja de Serandapejos (Theoph., AM 6214, 402; Mango y Scott, 1997: 555). El personaje no podría tener peores credenciales, encarnando todos los males existentes a ojos de un cristiano piadoso. Al presentarlo como el compañero del consejero judío, pasaría por la confirmación de que Jorge el Monje habría adaptado la tradición recogida por Teófanes a sus propias necesidades. Sin embargo, esto lo que pondría de relieve es la permeabilidad entre los dos mundos; que a pesar de estar englobados en sendos Estados enfrentados, persistía la idea de que la Iglesia era un cuerpo único. Por este motivo, las tensiones en un lado del limes se dejaban sentir al otro, influenciándose mutuamente.
Se hace necesario llamar la atención sobre el clima ideológico previo si se quiere entender las razones que llevaron a León III a protagonizar un viraje tan drástico al proscribir el culto a los iconos y por qué se prolongó durante tanto tiempo, con sucesivos rebrotes hasta el asentamiento definitivo de la iconodulia como ortodoxa tras 843. No vale sólo la imitación del edicto de Yazīd en 724 como explicación. Las crónicas que han servido de base para este estudio señalan que existía en los años previos un movimiento tendente a la regeneración de las costumbres en el convencimiento de que el Día del Juicio estaba próximo. No se entiende sin la presencia de comunidades judías y judeocristianas que recogen esa sensibilidad. Es lógico que esa versión más pura del cristianismo que se desprende de todo lo que pueda sonar a idolatría nazca en aquellas zonas del Imperio en las que el elemento semita era el mayoritario. Asimismo, resulta natural que desde el poder se les quiera dar un mayor protagonismo a quienes están sobre la frontera. Y no se trataría únicamente de su papel en la defensa de Bizancio, sino de que son las poblaciones más dinámicas. La nueva política religiosa trataría de catalizar esa energía, de apropiársela, para legitimar un poder que se había tras una revuelta militar en medio de un escenario político convulso. ¿Se vio León III a sí mismo como el “emperador de los últimos días” haciendo suyo el relato apocalíptico que iniciara Severo en 720?
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